El propósito álmico de la novela española entre 1939 y 1975 (1)
La tarea esencial a la que tenían que enfrentarse las sucesivas generaciones de españoles después de la Guerra Civil, era la de llegar a un punto en que pudieran convivir otorgándose mutuamente, y de forma sincera, el respeto que todo ser humano merece. Es un proceso lento en el que se van alcanzando puntos de evolución, siguiendo un camino que puede ser largo, difícil y doloroso. Este proceso no está terminado.
Suprimida la guerra de la vida colectiva, aunque no la violencia ni el odio, empezaba el proceso de dirigir la consciencia de las heridas, el trauma, el dolor, hacia uno mismo y hacia los otros a través de las relaciones cotidianas, no en el campo de batalla. Ese proceso incluía todos los planos relacionales, empezando por la relación de cada persona consigo misma. En ese plano, el objetivo primordial era la recuperación del sentido de dignidad, la reconexión con la propia valía esencial, incondicional e incuestionable como ser humano.
En ese proceso, entonces, ¿cuál es la función de la literatura en un país que acaba de vivir una guerra civil de una crueldad nunca vista antes? Muchos estudios han querido dar respuesta a esta pregunta, y parece haber una visión ampliamente aceptada sobre el papel que la literatura española desempeñó a lo largo de los años 40, 50, 60 y primera mitad de los 70, hasta el comienzo de la transición política. Está muy generalizada la visión que distingue entre la novela existencial de los años 40, la novela social de los años 50 y la novela experimental de los años 60. Pero, ¿qué ocurre cuando elevamos el punto desde el cual observamos esa evolución literaria? ¿Qué encontramos cuando nos preguntamos cuál fue la misión, el propósito, de las almas que reencarnaron en esas personas que fueron los escritores españoles que escribieron y publicaron durante esos años y, especialmente, en las dos primeras décadas de la posguerra, que fueron las más duras?
Su misión es contribuir a la toma de consciencia y al reconocimiento mutuo en el dolor del magma del trauma colectivo acumulado. Lo que muestran en sus obras viene del interior del consciente y del inconsciente colectivos y, cuando queda mostrado, actúa como un espejo en el que unos individuos u otros, unos colectivos u otros, según el caso, se reconocen. Su función primordial, pues, es la expresión del dolor, del torbellino interior que no puede ser expresado fácilmente en el entorno cotidiano, en el contexo de un largo proceso de sanación y reconstrucción de la energía de los chakras del colectivo. Si contemplamos la evolución de la novela española a lo largo de esas décadas a través del prisma de la sanación de los chakras del colectivo, llegaremos a una comprensión más clarificadora y profunda que la que proporciona la tradicional clasificación por décadas temáticas antes mencionada.
Esta perspectiva, este enfoque, el enfoque espiritual o transpersonal, que está en la línea, por actitud e intención, del enfoque antroposófico de la creación artísitca, supone una superación de la fragmentación de las especializaciones y de las polarizaciones entre enfoques y tendencias. Cuando vislumbramos el propósito álmico de la creación literaria, contemplado desde este punto de observación, encontramos la esencia del para qué de su producción y, a partir de ahí, todo el conocimiento que nos puedan ofrecer las diferentes escuelas de investigación tendrá un trasfondo común, un hilo conductor, un punto de referencia aglutinador en el que encontraremos el sentido profundo de lo leído y lo estudiado.
Las dos primeras novelas de Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte (1942) y Pabellón de reposo (1943), por ejemplo, muestran cómo el propósito álmico colectivo y el del escritor están alineados de tal manera que lo escrito no sólo muestra, hace visible, ese propósito álmico sino que constituye parte de la realidad interna, individual y colectiva, por él manifestada. En una próxima publicación en este blog, desarrollaré este punto al hilo del análisis del capítulo 13 de La familia de Pascual Duarte.
Para desarrollar este tipo de enfoque transpersonal, es necesario que lo que está por debajo del punto de observación del Espíritu Nacional (entendido este concepto en la forma en que lo utiliza Rudolf Steiner a partir de su obra Almas Nacionales y su misión) y del Contrato de Alma del escritor esté integrado, en la línea de lo que propone, hasta donde le es posible, Guillermo Díaz-Plaja, en su libro El estudio de la literatura:
“El problema (...) puede decirse que responde en realidad a la eterna dualidad humana que escinde los caracteres en analíticos y sintéticos: cumple cada uno su misión egregia: el uno, alumbrando materiales, precisando fuentes, afinando realidades históricas; el otro, intentando crear, a partir de dichas realidades, concepciones más amplias, trascendentes y fecundas; estableciendo paralelismos insospechados, relaciones no entendidas, sentidos no alcanzados; vivificando en suma -a costa del riesgo de su propia idea- el fenómeno histórico-literario.””
Se trata del despliegue y la integración de las energías masculina y femenina en el ámbito del estudio de la literatura, llevando a cabo, dice Díaz-Plaja,
“varias operaciones intelectuales que, en definitiva, son (como siempre) dos; una de análisis y una de síntesis”
El análisis supone separación, fragmentación, diferenciación, desconexión (temporal) incluso. Eso permite explorar diferentes aspectos, en diversos campos, desde puntos de vista variados también; es decir: expandir y profundizar. Es un movimiento centrífugo.
La síntesis supone reconectar lo separado, fragmentado, diferenciado, desconectado previamente. Eso permite relacionar y reintegrar aspectos, campos y puntos de vista; es decir: reconectar y reintegrar. Es un movimiento centrípeto.
El enfoque transpersonal que propongo permite también resolver el problema que plantea el falso dilema entre temporalidad y atemporalidad de la obra literaria. De nuevo, Díaz-Plaja busca el punto de integración:
“La ambientación del escritor debe apoyarse en aquel conocimiento de la ‘cultura literaria’ que, en modo alguno, estorba sino que explica la obra.”
Efectivamente. El autor es la reencarnación de un alma que escoge un momento y un lugar en los que desplegar su plan álmico. Por lo tanto, ese plan está directamente vinculado a ese punto en el tiempo y la geografía. Al mismo tiempo, el impacto de la materialización de ese plan álmico puede alcanzar a otros momentos y lugares, por resonancia. Pero la resonancia es conexión, no necesariamente identificación ni, menos aún, completa identificación.
En función de esto, es especialmente significativo el estudio, desde esta perspectica, de la obra de autores que vivieron la guerra durante su adolescencia o juventud, escribieron y publicaron durante la posguerra y llegaron, incluso, a ser testigos del final de la dictadura y del comienzo de la transición política. Ellos conocieron, como mínimo, cinco momentos claramente distinguibles en la evolución colectiva en el siglo XX: el reinado de Alfonso XIII, la República, la Guerra Civil, el franquismo y la transición. No se trata de empeñarse en crear una etiqueta generacional, sino simplemente de observar la aportación de cada uno de ellos y del conjunto de todos ellos, desde el punto de vista siempre de la evolución del Espíritu Nacional, entendido éste, insisto, en la forma en que Rudolf Steiner lo define:
“En rigor, ¿a qué se refiere la gente cuando, ocasionalmente, usa el término ‘alma nacional ‘ o ‘espíritu nacional’? A lo sumo, la conciencia moderna lo admite como atributo genérico de algunos centenares o millones de hombres radicados en determinado territorio; pero no concibe que, por encima de ellos, exista realidad alguna que corresponda a ese concepto (...) Lo primero ha de ser, entonces, formar franca y sinceramente la idea de que existen entidades que se mantienen al margen de la manifestación sensoria, inaccesibles a la facultad perceptiva material ordinaria. En otras palabras, aceptar que entre los seres que nuestros sentidos pueden percibir hay otros cuya acción, aunque invisible, se proyecta en las entidades visibles. Podemos referirnos, pues, al Espíritu Nacional igual a como nos referimos al espíritu de algún individuo (...) Los Espíritus Nacionales pertenecen al grado de los Arcángeles (...) Cada vez que observamos los distintos pueblos de la Tierra y destacamos algunos de ellos, su peculiar tejer, su modo de ser y sus particulares propiedades características, obtenemos una imagen de la misión de estos Espíritus Nacionales.”
Inevitablemente, la conclusión a la que se llega cuando nos adentramos en esta profunda expansión de consciencia, es la de que
“todo el acontecer histórico se halla inspirado por entidades espirituales.”
En este contexto, podemos comparar al escritor, al artista en general, con un centro de comunicación entre el mundo, la dimensión, espiritual, y la dimensión material, sensorial. Como tal centro de comunicación, desempeña una doble función en ambas direcciones. Por una parte, actúa como receptor de la energía espiritual subyacente al proceso histórico, por ser su origen, es decir, la energía del Espíritu Nacional, y transmisor de esa energía no en términos literalmente explícitos, sino simbólicos. Se trata de una transmisión indirecta, implícita, de manera que la verdad espiritual que contiene la obra literaria sea percibida, captada, intuitivamente, y destilada del contenido lingüístico que la envuelve y connota. El escritor, el artista, ejerce esa función también en la dirección opuesta: capta la esencia psicológica, energética, de la vivencia sensorial individual y colectiva y la transmite hacia las dimensiones sutiles, hacia el plano suprasensorial: eso es también parte de la capacidad divina creadora del ser humano. Esa es la fuerza de las obras que conocemos como clásicos, que “eternizan” infinitos aspectos de la experiencia humana de tal forma que generan un constante efecto de reconocimiento por resonancia.