La llamada

Cada persona tiene una ruta de encuentro o reencuentro consciente con la divinidad, es decir, consigo misma, con su propia esencia más profunda, con lo que está en el núcleo de toda su existencia multidimensional. Al hemisferio izquierdo le suele costar mucho darle forma al desarrollo de acontecimientos que comienzan con señales previas a la llamada y continúan con la llamada y el despliegue que ya no cesará durante el resto de su vida. El alma sabe muy bien qué necesita la personalidad para empezar a distraerse lo suficiente de la constante distracción en la que vive. Cada persona, entonces, sigue interiormente el proceso que necesita, en función de lo que ha sido su biografía hasta ese momento, de las estructuras en las que está anclada cuando llega la llamada.

Estuve cuatro décadas negando enfáticamente (lo cual, entendí después, era ya una señal de que la negación terminaría un día u otro) la existencia de lo no físico, lo no material, lo no sensorial. A veces, lo defendí hasta con el absurdo orgullo con el que la mente inferior envuelve lo que en realidad es falta de conocimiento real, el que está anclado en la experiencia interior. Hasta que un día, cuando estaba en el punto de mayor desesperación que había conocido en toda mi vida, entré en un pequeño local en el barrio de Washington DC en el que vivía, me senté y, sin saber por qué, dije: “por favor, ¡ayúdame!”. Estaba inmerso en la crisis más dura de toda mi vida, roto por dentro, solo, y el único recurso que me quedaba era el destinatario de ese “¡ayúdame!”. Y, de inmediato, la sensación hiriente de absoluta soledad desapareció. De inmediato, literalmente.

Desde entonces, no he vivido más que estadios diferentes, diferentes formas, de aprendizaje y descubrimiento de la reconexión con Dios. Estuve bregando mentalmente con todo un catálogo de creencias y programaciones que chocaban frontalmente con lo que dentro, en el centro de mí, experimentaba. No hace mucho descubrí el sentido profundo que la Navidad y la Semana Santa tienen para mí, y que no sé si se parece o no al sentido profundo que pueda tener para otras personas, incluidas las que las viven con el fervor de la pasión hacia los objetos, que no comparto pero respeto, porque cada cual tiene su propio camino. Pero lo importante no es ni el resultado de esa comparación ni tan siquiera llegar a hacerla: lo importanto es expandir el grado de consciencia de la certeza que yo siento en mí en cada momento, según mi propio camino interior. Ese es, de hecho, el Camino del Grial.

Pasados los años que han pasado desde aquel “¡ayúdame!”, sé que la única certeza a la que puedo llegar en cada momento es la de la toma de consciencia de la experiencia del aquí y el ahora de la voz interior, la voz de la intuición, que es, para mí, y sobre esto no tengo ninguna duda, la voz del alma encarnada en mí, de su conexión con el Espíritu que es un fractal de Dios. Y, cuando me pierdo, llega la ayuda, la orientación, la guía, y lo puede hacer de muchas formas como, por ejemplo, en la voz de Jeshua o María Magdalena a través de Pamela Kribbe, para hablarme exactamente de lo que en ese preciso momento necesito, compartiendo la voz de ese campo energético compartido que es la Consciencia Crística.

Tal como yo lo veo, la iglesia, como organización humana, se ha ocupado, predominantemente, de proyectar en personas, estructuras, objetos y textos tomados literalmente, la vivencia personal e intransferible de Dios, es decir, de nuestra esencia como Seres Humanos. No lo digo como una crítica, al contrario: esa externalización crea un contraste necesario y útil para vislumbrar con más claridad la textura de la experiencia divina interior. Lo mismo sucede con los modelos materialistas de interpretación de la vida individual y colectiva: el contraste entre ellos y los modelos humanistas, trascendentes, transpersonales, como cada cual los denomine, ayudan a vislumbrar también con mucha más claridad la energía que unos y otros constelan y transmiten. Y de esa observación contemplativa de todos esos contrastes se alimenta, tal como yo lo veo, la observación contemplativa de la experiencia interior también.

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