El despertar del Cristo en mí

El episodio 7 de la temporada 4 de The Chosen comienza con la imagen de un hombre pobremente vestido, encapuchado, llegando a la entrada de una cueva, donde sale a su encuentro una mujer guardiana que le apunta con una flecha y le exige que se identifique: es Mateo y viene a visitar a María Magdalena, quien vive en esa cueva, escondida. Están envejecidos; han pasado, pues, bastantes años. Mateo trae la noticia de la muerte de uno de sus compañeros y también un objeto para María: su libro, con todo lo que ha podido escribir sobre los años con Jesús, terminado. Es un manuscrito voluminoso, y María Magdalena lo recibe con emoción y alegría.

Cuando Mateo le mostró el libro y le dijo qué era, empecé a sentir un nudo en la garganta y, en apenas unos segundos, comencé a llorar como hacía mucho tiempo que no lloraba, sin poder parar, desconsoladamente. La escena dura unos pocos minutos, pero no pude terminar de verla. Lloraba con un dolor muy, muy profundo, por una pérdida inmensa; lloraba con desesperación. Sentí el impulso de echarme hacia atrás en la silla, estirar las piernas y dejar caer a peso los brazos, como si me dejara caer a plomo al suelo. No podía parar de llorar, y empecé a gemir y aullar de dolor, a soltar un alarido de completa desesperación. Cuando estaba así, apareció en mi pantalla mental la imagen de los pies y las piernas de Jesús en la cruz. Era de noche y llovía; los veía desde detrás y a la izquierda de la cruz, y cuando apareció esa imagen, sentí un desconsuelo y una desesperación aún mayor, infinitos, y empecé a gritar “¡Señor! ¡Señor!” y, aunque no decía nada más, en ese “¡Señor!” estaban, también, los gritos de “¡qué injusticia!”, “¡qué horror!” En ese momento sentí como si la palabra “horror” ocupara toda mi mente, mi emocionalidad, mi cuerpo todo, como si me inundara completamente, y sentí que Jesús me decía, sin hablar: “Ahora lo entiendes. Ahora ves el horror”. En ese momento, me vi ante él, postrado en la tierra, mirándole, mirando su rostro. Él miraba hacia abajo y me decía: “La Bondad. Por eso me matan”. Cuando sentí que me transmitía eso, la palabra “horror” se hizo inmensa dentro de mí: ahora era el HORROR de un mundo tan oscurecido, tan separado de Dios y de los humanos, que estaba convencido de que la Bondad de Dios, la bondad en el humano, debía ser exterminada. ¡Dios mío! ¡Qué HORROR! Sentí el impulso, la necesidad, de tirarme en el sofá. Lloraba aún con más dolor, con más desconsuelo y desesperación; pero ahora era, además, por sentir, por ver el rostro de la verdad de ese mundo, de ese horror, que es el horror que Jesús vio e intentó mostrarnos para que despertáramos. Pero no le entendieron, no de inmediato, ni siquiera sus discípulos ¡Qué inmensa soledad la de ese ser humano y divino que, en sus últimos tres años, antes de la crucifixión, sostuvo en su cuerpo la Energía del Cristo, para mostrarnos cómo podía ser nuestra vida vivida relacionándonos con el mundo a través del Amor, de la Bondad, hacia uno mismo y hacia los demás!

Tumbado aún en el sofá, se fue calmando el llanto, y empecé a emitir una especie de canto, sin palabras, sólo un sonido, que venía de lo más inmensamente profundo de mí. Oía mi voz emitiendo ese sonido, ese canto, y no la reconocía; no me reconocía. Estuve así unos minutos, hasta que dejé de cantar y llorar por completo, y me quedé tumbado, con los ojos cerrados, exhausto. Una de mis gatas, la pequeña, Venus, estaba en el sofá también, sentada junto a mi cabeza, sin moverse, con sus cuencas sin ojos fijas en mí todo el tiempo.

No sé cuánto tiempo duró todo esto. Tal vez media hora. No lo sé, ni es importante tampoco. A partir del momento en que vi la cruz por primera vez, hasta que me calmé completamente, varias veces apareció en mi pantalla mental, a lo lejos, otra imagen de Jesús, vestido con una túnica muy sencilla, acercándose, pero sin llegar a estar cerca de mí en ningú momento. Mientras lo veía, sentía como si quisiera que fuera también hacia él. Cuando todo cesó, la imagen desapareció también. Me quedé tumbado un buen rato, a oscuras, con la gatita a mi lado. Estaba agotado, pero aún quedaba algo más.

Sentía como si, durante unos segundos, hubiera visto una cara del mundo, de este mundo, de esta dimensión, con la claridad de la consciencia con la que Jesús, con el Cristo dentro de él, la vio. Sentía como si una parte de esa Consciencia Crística se hubiera despertado en mí y hubiera transformado una parte de mí. Era como sentir, como ver, al Cristo en mí, la Energía Crística, la Consciencia Crística, el Ser Crístico. Estaba inmerso en esa sensación, cuando apareció en mi pantalla mental una imagen nueva: me veía a mí mismo, sentado ante una mesa de madera sobre la que había un pan grande, redondo, bastante plano. Toda mi atención se quedó fijada en esa imagen, y entonces oí, sin oírla, de nuevo, la voz de Jesús, diciéndome: “Busca el pan, el pan de mi cuerpo, y cómelo, y recuerda y celebra que estoy en ti. Esta es tu eucaristía. Ahora la entiendes. Yo soy ese pan”. Inmediatamente después, durante unos segundos, unos pocos minutos tal vez, se abrió dentro de mí algo que sólo puedo describir como la comprensión, un entender que nunca se había dado y que no estaba envuelto en palabras: era un saber, una certeza, sentida, no oída ni dicha, sino sentida, impregnando esa imagen, que aún veía y en la que Jesús, el Cristo, no aparecía y, sin embargo, estaba presente en toda ella, envolviéndola como un aura invisible pero perceptible. Intentaré explicar esa comprensión con las limitaciones exasperantes del lenguaje humano.

Durante tres años, de los 30 a los 33, cuando fue crucificado, el cuerpo de Jesús sostuvo la energía del Cristo, de ese Ser Cósmico que siempre ha intervenido en la evolución del ser humano, pero nunca antes había encarnado para hacerse presente, físicamente, en la Tierra. Su misión era mostrarnos cómo podía ser, cómo llegaría a ser, un día, la vida del humano en la Tierra cuando el humano pudiera despertar y sostener, dentro de él, la Energía Crística. Su misión era también mostrarnos, al mismo tiempo, e inevitablemente, el tipo de consciencia que sostenía el mundo de los humanos, el tipo de consciencia que predominaba en el mundo de los humanos y, para que llegáramos a comprender de verdad cómo eran y qué eran una y otra, vino a mostrarnos el contraste entre ambas; vino a mostrarnos que una es vida, la Vida, y trae vida, y que la otra es muerte, la Muerte, y trae muerte, hasta el punto extremo de destruir al ser portador de la Bondad Divina para sobrevivir en la ausencia absoluta de Bondad, de Amor. Vino, pues, a mostrarnos la Luz del Amor en el Humano Crístico y el Horror de la Muerte en el humano dormido. Pero vino a mostrarnos esto encarnando el Cristo en un hombre; no a través de ritos mistéricos, ni de señales provenientes del mundo espiritual, ni por medio de manifestaciones de certeza interior, sino a través de la vida de un humano en la Tierra, relacionándose directamente con nosotros, estando en nosotros y dejando la Tierra, así como nuestra consciencia, impregnadas de la energía del Cristo para siempre.

Vino a plantar la semilla crística en nuestro interior para que un día, varios milenios más tarde, esa semilla floreciera en nosotros, en nuestra consciencia, y ésta la reconociera y abrazara como propia, como parte de nuiestra esencia, y convirtiera nuestra forma de estar en el mundo en un constante fruto de esa semilla plantada por el Cristo: la vuelta de Cristo es, precisamente, ese despertar y florecer de la semilla crística dentro de todos y cada uno de nosotros.

Esa vida del humano crístico de constante manifestación de las infinitas formas de la Bondad, del Amor, es la que está simbolizada en la elaboración del pan.

Todo lo que nuestro cuerpo necesita para nutrirse de vida nos lo dan la Tierra y el Sol y, una vez están ahí, a nuestro alcance, el agua, las frutas, los vegetales, sólo tenemos que tomarlos e ingerirlos tal como llegan a nosotros, con contadas excepciones que requieren una mínima intervención nuestra. Somos, fundamentalmente, receptores. Pero no con el pan. Con el pan somos creadores. Para nutrir nuestro cuerpo con pan, nosotros tenemos que intervenir desde el principio y constantemente, mezclando e integrando los cuatro elementos: la tierra que el grano es, nutrido éste por el agua, la tierra y el calor del Sol a través del aire; el agua con la que mezclamos el grano hecho harina; el fuego con el que lo horneamos. Y hacemos todo ello con la tierra de nuestras manos; el aire de nuestra mente, que organiza y calcula; el agua de nuestro amor; y el fuego de nuestra capacidad creadora. En todo este proceso somos la unión, el punto de unión, de integración, de la Vida de la Tierra y la Vida del Cielo. El resultado es el pan, hijo de la Tierra y el Cielo, que surge a la vida a través de nosotros para nutrir la vida en nosotros. Cuando hacemos pan, ponemos nuestra divinidad creadora al servicio de la vida y reunimos lo que está separado a nuestro alrededor, para crear algo que surge a través de nosotros y volverá a nosotros, como la Energía Crística que, con el Amor, une lo separado y pone su divina capacidad de creación de vida al servicio de la vida, a través de nosotros, que tenemos esa energía dentro y, con ello, nos nutre en cuerpo y alma. Cuando hacemos pan, estamos además recreando el proceso de creación del ser humano, resultado de la infinita capacidad creadora de Dios, de la mezcla integrada de todos los elementos y del Amor de la Energía Crística. Podríamos decir que el pan perfecto sería aquel en el que toda esa mezcla está perfectamente equilibrada y armonizada para ser ofrecido a todos, y sería el símbolo manifestado del ser humano crístico que estamos destinados a ser.

Todo esto que viví, ¿es una creación fantástica de mi mente? No: ni la intensidad y profundidad de lo sentido, ni la forma en que irrumpió en mí, ni la manera en que llegaron las imágenes, ni su textura, nada de todo eso fue producto de mi fantasía imaginativa. No busqué nada de todo ello, todo me sorprendió, y todo estuvo, en todo momento, fuera del control de mi mente racional.

¿Fue, entonces, una regresión espontánea? No: cuando viví lo que tan torpemente he intentado explicar, no estaba viendo una encarnación anterior del alma encarnada en mí ahora, una encarnación en la que estuviera a los pies de Jesús crucificado. Una persona a la que conocí hace unos años estaba convencida de que ella y otras personas de su entorno, incluido yo, éramos reencarnaciones d almas que habían encarnado como discípulos de Jesús muy próximos a él. Nunca lo creí; nunca lo sentí como cierto. Tampoco ahora.

La vivencia más próxima a esta mía que conozco es la de un número sorprendente de personas que, de repente, sientieron cómo se despertaban en ellas lo que parecían ser recuerdos de una vida anterior, contemporánea a la de Jesús de Nazareth. Parecía ser una vida anterior, pero no lo era. De entre esos casos, destaca uno, el primero que surgió, que José Antonio Campaña describió con todo detalle en su libro Las semillas de Cristo: se trata de Myriam, quien tenía recuerdos de haber pasado “una noche entera bajo la cruz, abrazada a los pies del cadáver de Cristo”.

Tres datos coinciden en el recuerdo de Myriam y en mi viencia:

  • Myriam se vio a los pies de la cruz. Yo vi los pies y las piernas de Jesús y, después, su rostro mientras le miraba postrado ante la cruz.

  • Myriam se vio pasando toda una noche bajo la cruz. Lo que yo viví, ocurrió de noche también.

  • Myriam recordaba una tormenta que estalló coincidiendo con el momento preciso de la muerte de Jesús. En lo que yo vi, llovía también.

Todo esto son recuerdos, sí, pero no de reencarnaciones en personas próximas a Jesús la noche de su muerte. José Antonio Campaña lo describe así:

Al morir Cristo habían visto volar por el cielo de Jerusalén unas misteriosas esferas luminosas, unas “bolas de de luz” que habían impactado contra su pecho: y entonces habían sentido que se hacían uno con Jesús… Era lo mismo que me había contado Myriam cuatro años antes, en el Santo Sepulcro.

(…) Por los relatos de mis invitados, en el momento de expirar Jesús, se produjo un formidable big bang espiritual, cuyas ondas alcanzaron de lleno a los que sufrían con él en el Gólgota. Joaquín, María Magdalena, Raquel, Simón de Betania, todos los que se hallaban al pie de la cruz se sintieron uno con Cristo, porque en aquel instante éste les transplantó o “injertó” un “trozo” de su espíritu, una semilla que habían de transmitir al hombre. Porteriormente, en el transcurso de los siglos, los descendientes de estos individuos habrían, hecho, al multiplciarse, que esa simienta espiritual -las semillas de Cristo- aumentara larvadamente en la raza humana, hasta dar lugar a un hombre nuevo que surgiría (…) precisamente ahora, al amanecer del tercer milenio, cuando se inicia simbólicamente el tercer día de la muerte de Cristo.

Esto explicaba por qué mis colaboradores tenían “recuerdos” de los personajes que habían participado como “transmisores” o “puentes” en esta operación de hibridación espiritual (…) esa información es común a toda la raza humana y, tarde o temprano, ha de manifestarse esontáneamente en todos y cada uno de nosotros”.

José Antonio Campaña (2000), Las semillas de Cristo, pp. 20-21

Todos y cada uno de nosotros. El sábado 26 de abril, esa información, esa semilla crística, despertó en mí y me despertó a un aspecto de la Verdad del Cristo encarnado.

Rudolf Steiner explica que

“el Cristo se halla en el aura de la Tierra, en la que nosotros mismos estamos situados. Él vive en esta aura; y en ella nosotros podemos tener contacto con Él como un Ser espiritual (…) Sólo hace falta que nos acostumbremos a tener presente la viviente presencia del Cristo en el aura de la Tierra y no identifiquemos el cristianismo con una mera enseñanza o doctrina”.

Rudolf Steiner (1985), La encarnación de Cristo en Jesús de Nazareth, p. 171.

Efectivamente, la Energía Crística es un campo energético al que estamos conectados no por acceder a él desde fuera de él, sino porque somos parte de él, estamos en él y él, ese campo energético, está en nosotros. La enorme, inmensa, y profunda resonancia que se da en nosotros cuando entramos en contacto conscientemente con esa Energía Crística se debe, precisamente, a ese estar en ella y ella en nosotros. Por eso, en vivencias como la que tuve hace unos días y las que José Antonio Campaña documenta en su libro, se da esa clarísima sensación de que Cristo entra en uno, se funde con uno: es el despertar del Cristo en quien está experimentando esa vivencia.

Doy fe de ello.

“por el Misterio del Gólgota, por la muerte de Cristo se unió con la evolución terrestre un Ser, único en su categoría, que hasta entonces sólo había sido un Ser cósmico (…) Desde entonces vive en la Tierra, está unido con la Tierra de tal forma que vive en el alma de los seres humanos, experimentando con ellos la vida en la Tierra”

Rudolf Steiner (1985), La encarnación de Cristo en Jesús de Nazareth, p. 41.

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